Lo juro, yo nunca he pensado en las musarañas. Por mucho que lo repitiera mi mujer. ¡Si ni siquiera sé que es una musaraña!. Pero ella, erre que erre, me reprochaba siempre que era lo único que hacía, pensar en las musarañas. Sin embargo yo, lo juro, nunca pensé en ellas.
Mi presunto delito ocurría cada vez que en nuestra, por otra parte, agradable relación de pareja, surgía una discusión, diferencia o desajuste en los, llamémosles, asuntos domésticos. Ella se posicionaba con virulencia y yo, lejos de entrar al trapo, me sentaba, me acomodaba lo mejor que la tensa situación que se generaba me permitiese y empezaba a pensar, casi ensimismado, en cualquier cosa, como si fuera un espectador de un programa de variedades, sin participar nunca, simplemente dejaba vagar mis pensamientos por donde ellos me quisieran llevar.
Pensaba entonces en la raya del horizonte, en su belleza, en su gratificante inalcanzabilidad. En los túneles de las autovías. En por qué había que pagar para aparcar en las calles de las grandes ciudades, como si la calle fuese de alguien. En cómo las mujeres de mi pueblo hacían antiguamente los chorizos, mezclando la carne ya aliñada con patatas o grasa y metiéndolos luego en unos plásticos que puestos todos unos encima de otros antes de ser rellenados daban un aspecto de lo más asqueroso.
Pensaba en las corrientes marinas, en chicas desnudas, en el doblete del barça, me imaginaba como futbolista o mejor, como entrenador de un equipo de fútbol, con un éxito tremendo. Jugaba con la idea de ser presidente, cantante, vagabundo, pintor, escritor, okupa, recordman de maratón. Soñaba con viajar al espacio, al Tibet, a Nueva York. Visitaba en mis ensoñaciones el festival de cine de Donosti. Me imaginaba comprando un CD en Londres o pinchando en un club de Ámsterdam o Edimburgo. Sobre todo pensaba en cosas agradables: sexo. Tomarte unas tapas por Lavapiés, de jamón ibérico o de calamares. Estar de copas con los amigos por el Borne de Barcelona o comiendo un arroz a banda por la alfama lisboeta.
Pensaba en situaciones que me apetecía vivir, como cruzarte con el guaperas que te amargó la adolescencia y verle convertido en un cuarentón calvo y gris, acompañado de la chica más guapa del instituto gorda como nunca podrías haber imaginado.
Así pasaba el rato, la discusión, hasta que mi chica, mi preciosa chica, me devolvía a la realidad siempre de la misma manera: “¿Ves?, ¡Ya estas otra vez pensando en las musarañas!.
Mi presunto delito ocurría cada vez que en nuestra, por otra parte, agradable relación de pareja, surgía una discusión, diferencia o desajuste en los, llamémosles, asuntos domésticos. Ella se posicionaba con virulencia y yo, lejos de entrar al trapo, me sentaba, me acomodaba lo mejor que la tensa situación que se generaba me permitiese y empezaba a pensar, casi ensimismado, en cualquier cosa, como si fuera un espectador de un programa de variedades, sin participar nunca, simplemente dejaba vagar mis pensamientos por donde ellos me quisieran llevar.
Pensaba entonces en la raya del horizonte, en su belleza, en su gratificante inalcanzabilidad. En los túneles de las autovías. En por qué había que pagar para aparcar en las calles de las grandes ciudades, como si la calle fuese de alguien. En cómo las mujeres de mi pueblo hacían antiguamente los chorizos, mezclando la carne ya aliñada con patatas o grasa y metiéndolos luego en unos plásticos que puestos todos unos encima de otros antes de ser rellenados daban un aspecto de lo más asqueroso.
Pensaba en las corrientes marinas, en chicas desnudas, en el doblete del barça, me imaginaba como futbolista o mejor, como entrenador de un equipo de fútbol, con un éxito tremendo. Jugaba con la idea de ser presidente, cantante, vagabundo, pintor, escritor, okupa, recordman de maratón. Soñaba con viajar al espacio, al Tibet, a Nueva York. Visitaba en mis ensoñaciones el festival de cine de Donosti. Me imaginaba comprando un CD en Londres o pinchando en un club de Ámsterdam o Edimburgo. Sobre todo pensaba en cosas agradables: sexo. Tomarte unas tapas por Lavapiés, de jamón ibérico o de calamares. Estar de copas con los amigos por el Borne de Barcelona o comiendo un arroz a banda por la alfama lisboeta.
Pensaba en situaciones que me apetecía vivir, como cruzarte con el guaperas que te amargó la adolescencia y verle convertido en un cuarentón calvo y gris, acompañado de la chica más guapa del instituto gorda como nunca podrías haber imaginado.
Así pasaba el rato, la discusión, hasta que mi chica, mi preciosa chica, me devolvía a la realidad siempre de la misma manera: “¿Ves?, ¡Ya estas otra vez pensando en las musarañas!.
No hay comentarios:
Publicar un comentario