miércoles, 21 de enero de 2009

EN UN PINAR

Encendimos un pequeño fuego, no por que hiciera frío, no para calentar la comida, sino por que, a nuestros 18 años, toda acampada que se preciase debía tener su chasca, como debía tener su dos papeles o la cagada de Oska nada más llegar.

El Chino no era El Chino solo por sus ojos rasgados, lo era además por que su abuelo era de origen chino, de una dinastía de emperadores, una gran mentira esto ultimo aceptada por todos. No se quien de nosotros fue el primero en notar su ausencia, pero el caso es que estaban desiertos tanto su hueco junto al fuego como su función de alimentar las llamas con pequeños palitos.

Cuando le vimos aparecer por entre los árboles de aquel pinar perdido supimos que algo pasaba. El gesto, mezcla de vergüenza, estupor y risa, la piel, otras veces amarillenta, se mostraba blanca como la cal.

-Me cago en la puta- Fueron sus primeras palabras. Y sin darnos tiempo a preguntar que pasaba continuó -Llevamos tres días, tres putos días en este puto campo y no ha pasado ni un maldito coche- Su enfado iba en aumento a medida que continuaba con un relato que aún no entendíamos – Iba rulando, me da el punto y me pongo a hacerme una paja agarrado a un pino y… ¡ZAS! Pasa un jodido coche con una familia entera, abuela incluida, y me ven todos, allí, zumbándomela. ¡Esto es la polla!- En ese momento su enfado se trasformó en una carcajada que nos contagio a todos.

Aún hoy pienso en aquella pobre familia, abuela incluida, que se encontró, en un paraje perdido de la mano de Dios, a un chino agarrado a un árbol haciéndose una paja.

jueves, 15 de enero de 2009

PENSAR EN LAS MUSARAÑAS Por Tomás

Lo juro, yo nunca he pensado en las musarañas. Por mucho que lo repitiera mi mujer. ¡Si ni siquiera sé que es una musaraña!. Pero ella, erre que erre, me reprochaba siempre que era lo único que hacía, pensar en las musarañas. Sin embargo yo, lo juro, nunca pensé en ellas.

Mi presunto delito ocurría cada vez que en nuestra, por otra parte, agradable relación de pareja, surgía una discusión, diferencia o desajuste en los, llamémosles, asuntos domésticos. Ella se posicionaba con virulencia y yo, lejos de entrar al trapo, me sentaba, me acomodaba lo mejor que la tensa situación que se generaba me permitiese y empezaba a pensar, casi ensimismado, en cualquier cosa, como si fuera un espectador de un programa de variedades, sin participar nunca, simplemente dejaba vagar mis pensamientos por donde ellos me quisieran llevar.

Pensaba entonces en la raya del horizonte, en su belleza, en su gratificante inalcanzabilidad. En los túneles de las autovías. En por qué había que pagar para aparcar en las calles de las grandes ciudades, como si la calle fuese de alguien. En cómo las mujeres de mi pueblo hacían antiguamente los chorizos, mezclando la carne ya aliñada con patatas o grasa y metiéndolos luego en unos plásticos que puestos todos unos encima de otros antes de ser rellenados daban un aspecto de lo más asqueroso.

Pensaba en las corrientes marinas, en chicas desnudas, en el doblete del barça, me imaginaba como futbolista o mejor, como entrenador de un equipo de fútbol, con un éxito tremendo. Jugaba con la idea de ser presidente, cantante, vagabundo, pintor, escritor, okupa, recordman de maratón. Soñaba con viajar al espacio, al Tibet, a Nueva York. Visitaba en mis ensoñaciones el festival de cine de Donosti. Me imaginaba comprando un CD en Londres o pinchando en un club de Ámsterdam o Edimburgo. Sobre todo pensaba en cosas agradables: sexo. Tomarte unas tapas por Lavapiés, de jamón ibérico o de calamares. Estar de copas con los amigos por el Borne de Barcelona o comiendo un arroz a banda por la alfama lisboeta.

Pensaba en situaciones que me apetecía vivir, como cruzarte con el guaperas que te amargó la adolescencia y verle convertido en un cuarentón calvo y gris, acompañado de la chica más guapa del instituto gorda como nunca podrías haber imaginado.

Así pasaba el rato, la discusión, hasta que mi chica, mi preciosa chica, me devolvía a la realidad siempre de la misma manera: “¿Ves?, ¡Ya estas otra vez pensando en las musarañas!.

lunes, 5 de enero de 2009

CALLEJON

En el callejón le espera la mujer, vestido estrecho y zapatos de tacón de aguja. El color arcilloso del pelo, el vestido de un rojo incendiario y los zapatos a juego con el resto de la indumentaria le confieren un aspecto agresivo, solo roto por la rosa blanca de nácar prendida junto al escote. La luz es, como siempre, un leve susurro y el frío le llega al rostro como un enjambre de abejas. Flota la música procedente de alguna de las ventanas que desde la altura vigilan el negro callejón.

Avanza lentamente sorteando cubos de basura tendidos en el suelo, cuerpos igualmente tendidos a ambos lados del callejón y su propio miedo. Un miedo que le recorre todo cuerpo como una anguila nerviosa, lo que le provoca pequeños tics en el parpado del ojo derecho. Ha estado en muchas situaciones similares pero algo en su interior, quizá es instinto, le anuncia que esta vez hay algo extraño. Por más veces que entre nunca llega hasta la silueta rojiza que se adivina al fondo. Tras varios pasos hacia dentro vuelve a verse, una y otra vez, en la boca negra del callejón.

En el editor de imágenes se ha quedado pulsado el botón de bucle al caerle encima una mano inerte. La mano es del director que yace muerto sobre la mesa con un tiro en la cabeza.