Otro verano más. Rodeados de hippies de ‘temporá’ y de hippies costrosos. A él le gusta llamarnos Mis Niños Perdidos pero yo me quedo con hippies costrosos. Nos siento protegidos por una costra de sol, de salitre, de mar, de vida. Él nos ha enseñado a usar esta costra como una coraza contra una vida de la que un día nos alejó, abriendo frente a nuestros ojos una ventana al País de Nunca Jamás.
Se respira la asfixiante y pegajosa monotonía de las vacaciones autenticas de los hippies de ‘temporá’, así los llamamos los Niños Perdidos. Hippies con Visa, artistas mediáticos de incógnito locos por alguien los reconozca, cuarentonas separadas en busca de su primer orgasmo, fantasmas de medio pelo, pijos venidos a menos, quinquis venidos a más. Siempre son los mismos y como cada año vuelven. Con otros nombres y con otras caras pero los mismos. Las mismas expectativas estivales de descubrir las drogas, el buen rollito y lo yenbes o las mismas ansias de revivir los lejanos dieciocho y demostrase que siguen siendo, que siguen vivos. Se mienten.
Hoy ha venido al progreso. Un progreso del que huye por odiarlo. “Mira, pequeña,- me dijo- eso que llaman progreso no son más que cambios. No es progreso, el progreso nos debería hacer sentir más libres, más vivos y más humanos, pero esto nos ata, nos hiere y nos embrutece. Pregúntales ¿a que sabe el viento? ¿A que sabe la noche? No lo saben, no lo han degustado. Tienen tantas cosas que probar, tanto progreso.”. Un cerrojo y una llave son su única concesión, y eso después de tres robos en el mismo verano. Continua con su vida anclada en un tiempo en el que las distancias se median en jornadas y el mundo llegaba hasta donde había caminado el último forastero con el que había compartido cena. A ese tiempo nos ha llevado a todo el que hemos sabido acompañarle. Hoy, sentado en un taburete tan viejo como el, haciendo esas baratijas horribles que tanto gustan en el improvisado mercadillo hippie del improvisado paseo marítimo, le miro y redescubro esos ojos que todo lo han visto, me pierdo en esas arrugas salidas del viento y la mar y se que pertenezco al País de Nunca Jamás.
Su mirada me anuncia que vamos a tener nuevos compañeros en PNJ. Se ha quedado mirando a los tres jóvenes. Es capaz de mirar allá del fondo del alma y descubrir a un Niño Perdido agazapado y temeroso en el rincón más abandonado y oscuro. Les tenderá una mano y les enseñará el camino para sacar el Niño Perdido. Lo ha hecho cientos de veces, siempre lo consigue.
Hay los dejo. A ellos embelesados con sus juegos malabares hechos de palabras, a el con sus historias de otro tiempo. La noche me confirma que lo ha vuelto a conseguir, hay nuevos Niños Perdidos.
Se respira la asfixiante y pegajosa monotonía de las vacaciones autenticas de los hippies de ‘temporá’, así los llamamos los Niños Perdidos. Hippies con Visa, artistas mediáticos de incógnito locos por alguien los reconozca, cuarentonas separadas en busca de su primer orgasmo, fantasmas de medio pelo, pijos venidos a menos, quinquis venidos a más. Siempre son los mismos y como cada año vuelven. Con otros nombres y con otras caras pero los mismos. Las mismas expectativas estivales de descubrir las drogas, el buen rollito y lo yenbes o las mismas ansias de revivir los lejanos dieciocho y demostrase que siguen siendo, que siguen vivos. Se mienten.
Hoy ha venido al progreso. Un progreso del que huye por odiarlo. “Mira, pequeña,- me dijo- eso que llaman progreso no son más que cambios. No es progreso, el progreso nos debería hacer sentir más libres, más vivos y más humanos, pero esto nos ata, nos hiere y nos embrutece. Pregúntales ¿a que sabe el viento? ¿A que sabe la noche? No lo saben, no lo han degustado. Tienen tantas cosas que probar, tanto progreso.”. Un cerrojo y una llave son su única concesión, y eso después de tres robos en el mismo verano. Continua con su vida anclada en un tiempo en el que las distancias se median en jornadas y el mundo llegaba hasta donde había caminado el último forastero con el que había compartido cena. A ese tiempo nos ha llevado a todo el que hemos sabido acompañarle. Hoy, sentado en un taburete tan viejo como el, haciendo esas baratijas horribles que tanto gustan en el improvisado mercadillo hippie del improvisado paseo marítimo, le miro y redescubro esos ojos que todo lo han visto, me pierdo en esas arrugas salidas del viento y la mar y se que pertenezco al País de Nunca Jamás.
Su mirada me anuncia que vamos a tener nuevos compañeros en PNJ. Se ha quedado mirando a los tres jóvenes. Es capaz de mirar allá del fondo del alma y descubrir a un Niño Perdido agazapado y temeroso en el rincón más abandonado y oscuro. Les tenderá una mano y les enseñará el camino para sacar el Niño Perdido. Lo ha hecho cientos de veces, siempre lo consigue.
Hay los dejo. A ellos embelesados con sus juegos malabares hechos de palabras, a el con sus historias de otro tiempo. La noche me confirma que lo ha vuelto a conseguir, hay nuevos Niños Perdidos.
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